miércoles, 5 de septiembre de 2012

CRISTIÁN VALENZUELA: CORREDOR EN LA OSCURIDAD


Este magistral reportaje, publicado hace más de un mes en la revista "Qué Pasa" cuenta la intimidad del mejor atleta paralímpico de la historia de Chile: Cristián Valenzuela, quien hace dos días fue cuarto en 1500 metros T-11 y que buscará la medalla este viernes en 5000m y el domingo en maratón. Escrita por el periodista Nicolás Alonso, esta nota refleja el esfuerzo y las dificultades que ha debido sortear Valenzuela no sólo a lo largo de su carrera, sino además de su vida. Por eso es que aquí, en CAMINO A OLIMPIA, decidimos reproducirla.

Cristián tiene un truco sencillo: olvidarse de que está corriendo. No pregunta nunca cuánto lleva, ni cuánto falta, y comienza a abstraerse. Piensa en un sueño que tuvo la noche anterior o en la película que escuchó hace unos días. Entonces el dolor empieza a pasar a un segundo plano, y él se concentra cada vez más para poder obviarlo. Porque cuando corre 42 kilómetros en medio de la oscuridad, en un mundo invisible y contra rivales invisibles, el peligro más grande es justamente ése: que el único estímulo, el dolor, se transforme en el lugar en que habita. “Correr así es algo íntimo”, asegura mientras se pone sus lentes oscuros y empieza a precalentar, en la pista atlética del Estadio Recoleta. “Eres tú y tu mundo. Por eso no puedes centrarte en lo que siente tu cuerpo, porque pasas a vivir sólo ese ámbito”. A simple vista, no parece un atleta de alto rendimiento. Con 29 años, apenas supera el metro sesenta, y sus piernas delgadísimas dan la sensación de estar a punto de quebrarse. Pero la dificultad y lentitud con que ingresa caminando a la pista, sin su bastón y afirmado del brazo de su madre, parecen inverosímiles cuando después, amarrado con una cuerda a uno de sus guías -un grupo de cuatro jóvenes atletas videntes que entrenan y corren las pruebas a su lado- se lanza a correr a toda velocidad, como si de pronto pudiera ver dónde pisa. Su madre, Edith Guzmán, lo mira temerosa desde el borde. Cuando lo ve correr siempre piensa lo mismo: que se va a caer de nuevo, como otras veces. Pero él no tiene tiempo para prevenciones. Necesita prepararse para la gran prueba que se le viene encima: los Juegos Paralímpicos de Londres, que comenzarán 17 días después de que acaben los juegos convencionales, en la misma Villa Olímpica. Allí, Cristián Valenzuela tendrá que demostrar de qué está hecho. Luego de ser la gran sorpresa del último mundial de atletismo paralímpico en Nueva Zelanda 2011, en donde se llevó contra todo pronóstico la medalla de oro en maratón y la de plata en diez mil metros, ahora deberá confirmar si lo suyo fue una racha o es en serio. A menos de un mes de que empiece la competencia, hay varios fantasmas que rondan en su cabeza. Sabe que la dura lesión que viene arrastrando desde hace un año, los casi nulos recursos y las condiciones amateur en las que entrena en Chile, comparadas con las de los equipos europeos que enfrenta, pueden jugarle en contra esta vez. Y también el hecho de que en los juegos, a diferencia del mundial, tendrá que competir con tipos que no son completamente ciegos, un handicap tremendo para un corredor que no ve absolutamente nada. Por eso ahora corre tan fuerte, una y otra vez, circunscribiendo la pista. Más tarde dirá, tal vez para convencerse, que esas desventajas siguen estando en el otro mundo, en el de afuera, no en la pista oscura en la que sólo compiten él y su cabeza. Esos nuevos fantasmas, comparados con los antiguos, están muy lejos de amedrentarlo. En su memoria, todo lo que vino después de quedar ciego sucede en un único y borroso día, del cual no recuerda casi nada. Pero ese día, por lejos el peor de su vida, en realidad duró cuatro años. “Fue como morir y seguir vivo. La oscuridad de mi alma era mucho mayor que la de mis ojos”, cuenta. “No quería levantarme. No existía. Sólo caí y caí, hasta golpear en el piso. Es todo lo que recuerdo: unos ojos que se apagaron, y luego el infierno”. Todo había comenzado unos meses antes. Pero Cristián, que entonces tenía 12 años y era uno más de los niños que correteaban por la población Conchalí, intentó negarlo hasta el final. Los síntomas crecieron gradualmente: primero fueron algunas manchas borrosas en la visión, luego la imposibilidad de leer, y más tarde empezar a chocar con las cosas. Pero él nunca dijo nada. Una noche, la fiebre lo consumió y una densa neblina se instaló entre el mundo y sus ojos. Había desarrollado glaucoma, una enfermedad irreversible si no es tratada a tiempo. Esa noche, cuando pasó la fiebre, la neblina siguió allí para siempre. Entonces el infierno fue una pieza y una casa, de la cual casi no salió en cuatro años. Su aislamiento y su vergüenza de sí mismo llegaron a tal punto, que pensó en quitarse la vida varias veces, pero no lo hizo por su madre. Dejó el colegio y perdió todo contacto con cualquier realidad que excediera a su familia. “No conseguía que quisiera hacer absolutamente nada”, dice Edith, su madre. “Perdió a todos sus amigos. Yo pensé que no iba a salir de eso, esperaba lo peor. Pero correr le salvó la vida”. En realidad, antes fue escribir. Allí encontró la primera motivación para su nueva vida: aprendió a usar una máquina de escribir normal y empezó a redactar algunos poemas. Enfrentar sus demonios en el papel comenzó de a poco a sacarlo a flote, aunque luego rompía las hojas para que nadie pudiera leerlas. Con 16 años, las letras lo llevaron a retomar el contacto con algunos amigos para formar una banda de hip hop, en donde empezó a cantar sobre soles que se oscurecían y ojos que lo discriminaban. Al poco tiempo alguien lo invitó a una prueba deportiva para no videntes en el Estadio Nacional, a la cual llegó junto a otros 30 jóvenes, más por curiosidad que por real motivación. Le pusieron un guía al lado y le pidieron que corriera un poco por la pista. A partir de ese momento, con total sorpresa, pudo sentir cómo su vida partía de nuevo. “Comencé a correr, y me pedían que bajara el ritmo, pero yo corría y corría sin parar”, recuerda Valenzuela. “Empecé a disfrutarlo mucho. Iba a correr al cerro, entre la naturaleza, y volví a sentir que la vida era genial”. Comenzó a progresar. Fue a un Panamericano en Brasil y por sus buenos tiempos pudo clasificar a Beijing. Allí no le fue bien, y volvió amargado por la sensación de que sus guías se habían asustado al ver a los competidores de Kenia y otros países fuertes. Pero también se dio cuenta de su ventaja: al no poder ver, tampoco sentía miedo. Sus rivales no existían. Al volver, empezó a prepararse con Ricardo Opazo, su actual entrenador y esposo de Erika Olivera. Pronto comenzó a batir varios récords panamericanos, y el año pasado consiguió un pasaje a Nueva Zelanda para disputar el mundial de la especialidad. Cuando llegó a la isla, de golpe entendió las condiciones precarias en que se desenvolvía. Mientras todas las demás delegaciones tenían carpas e instalaciones, él tuvo que dejar sus cosas sobre una silla y cambiarse allí mismo. Pero no se quejó. En realidad, él aún no era nadie, ni nadie esperaba que consiguiera algo en ese lugar. Por eso, cuando cruzó la línea de la meta segundo en la categoría 10 mil metros, y primero en la categoría maratón, con un tiempo de 2 horas 41 minutos, quitándole el título al vigente campeón italiano, tardó en darse cuenta de lo que había logrado. Más tarde, aún confundido, lo subieron al podio y le colgaron las medallas. Pero él sólo comenzó a entender cuando escuchó el himno nacional sonando en la ceremonia. Entonces recordó de dónde había salido y comprendió dónde estaba ahora. Y pensó en su madre. Más tarde ella se desmayaría cuando le contaran por teléfono que su hijo ciego era el campeón del mundo. Con lo que ganó por su sorpresivo triunfo, Cristián Valenzuela le compró una casa a su madre en Conchalí, y un televisor muy grande para que nunca tuviera problemas a la vista como él. Lo poco que le quedó lo repartió con su equipo, y luego volvió a entrenar en las mismas condiciones precarias. Pero lo más importante, según él, fue dejar de sentir tanto dolor por lo que le había pasado años atrás. “Ahora veo todo lo que he conseguido, en quién me he convertido, y siento que ha valido la pena”, afirma. “Si no fuera ciego quizás mi mamita no tendría esta casa. No sé. Quizás yo estaría en la cárcel”. Hoy mantiene a su equipo a duras penas con lo que gana trabajando en el call center de Sodimac, y gracias al apoyo monetario que recibe de su empleador y de una beca Prodar. Pero el constante ninguneo a sus logros y el escaso aporte que recibe de las autoridades deportivas lo han llevado a pensar en un posible retiro después de Londres. Cuenta, por ejemplo, que a la vuelta del mundial pidió dos millones para equipar a sus guías para todo el año y después de muchos trámites sólo le dieron 500 mil pesos. “Yo no quiero nada material, con un par de zapatillas y nada más puedo ser campeón del mundo”, asegura. “Pero que no se respete tu trabajo por ser paralímpico, tener que andar rogando, es muy desmotivante”. Pero a pesar de todo, su gran sueño es conseguir un oro en Londres. Sus posibilidades serían muy altas si un fierro de una micro del Transantiago -en la cual tiene que volver de entrenar todos los días por no tener otro medio de movilización- no le hubiera golpeado fuertemente la tibia derecha, dejándolo sin poder entrenar durante ocho meses. Tampoco lo ayuda la reciente desafiliación de la Federación Paralímpica chilena, por un escándalo de mal manejo de fondos, que lo dejó a él y a los otros deportistas en el aire. Pero aun así no quiere poner excusas antes de participar. Dice que cuando corres puede pasar cualquier cosa. Y él va por esa chance. Es de noche, y Cristián Valenzuela entra a su pieza, sin prender la luz. Sobre un mueble, sus trofeos se alcanzan a distinguir en medio de la penumbra. Abre un cajón y saca dos grandes medallas, una de plata y la otra de oro, ambas escritas en braille. Las muestra con una sonrisa inevitable. “Algún día voy a tener 80 años, voy a tomar estas medallas, y voy a saber que fueron parte de una historia muy bonita en mi vida”, dice. “Me pueden quitar todo. Ser campeón, los récords, lo que sea. Pero esta historia nadie me la va a poder quitar”. Sus ojos, de pronto muy abiertos, parecen brillar.

POR: Nicolás Alonso/Qué Pasa
FOTO: José Miguel Méndez/Qué Pasa

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